Video de Héctor Rosas, Un poema para mi madre...


A la memoria de Gregoria Padilla Chumpitaz, una asombrosa madre cañetana

 ¡Qué grande y asombrosa fue mi madre! Asombrosa por su manera de amar a sus hijos, como solamente las gaviotas aman al mar. Por perdonarnos cuantas veces le hacíamos llorar lágrimas de sangre. Asombrosa por defendernos como una leona de la envidia y la avaricia. Por convertir los pedregales en campos de tubérculos para que el pan no faltara en nuestra mesa. Pero fue más asombrosa aún porque no sabiendo leer ni escribir fue luz en nuestro camino, y luchó a la par con mi padre para que no solamente aprendiéramos lo que ella no sabía, sino para que fuéramos personas ilustradas.
Sí, la verdad es ésta: mi madre sólo conoció algunas letras del abecedario, aunque estoy seguro que le hubiera gustado leer la biblia o escribir un poema, pero lo que sucede es que ella nació en una época en que la escuela no debía estar en los sueños de las mujeres del campo.
Para el mundo, mi madre fue una iletrada, alguien que vivió en las tinieblas. Y el mundo está en lo cierto si nos ceñimos a lo que significa no saber leer ni escribir. Pero si nos olvidamos del diccionario y medimos a la persona por la enormidad de su corazón y lo asombroso de sus acciones y cualidades ¿en qué situación queda mi madre? ¿Acaso las madres necesitan saber leer y escribir para ser mejores que sus hijos? Ellas lo son desde el momento en que comenzamos a habitar su vientre, y ya por siempre lo serán, y jamás se envanecerán de ello como lo hacemos, a veces nosotros, los que no queremos entender que nunca se es mejor o más grande que cuando se es humilde.
¡Quién mejor que mi madre para darnos lecciones, cada segundo de su vida, sobre cómo amar al prójimo como a nosotros mismos! ¡Sobre cómo perdonar a nuestros ofensores! ¡Quién mejor que ella para enseñarnos los misterios del mar y los secretos del campo y los sembríos! ¡Para mostrarnos las armas precisas para salir adelante! ¡Quién como ella para señalarnos el mejor de los caminos: la educación! ¡Quién mejor que mi madre para poner la calma donde había tormenta”. Pero Hector, cálmate y escúchame…” me decía durante mis largas charlas con ella. Y yo la escuchaba nomás, a veces maravillado, y entre mí me decía cuánta luz hay en tus palabras, madre, y qué ignorante soy en muchas cosas de la vida.
Ay mísero de mí que creo haber aprendido casi todo. Sin embargo, a cada instante tropiezo con la misma piedra, y a veces confundo los caminos. Ay mísero de mí que he leído tratados de psicología y sin embargo no puedo llegar a lo más recóndito del alma de los seres humanos, como tampoco puedo calmar a la ira o a la angustia como lo hacía mi madre, con tan solo pronunciar una palabra o dar una mirada.

Mi madre fue dulzura, fortaleza, paciencia, paz, sacrificio, sudor, lágrimas, perdón, entrega y bendición. Pero sobre todo fue amor, bondad y luz, mucha luz, ese prodigioso lamparín a kerosene que, en un primer momento, alumbró nuestra casa de quincha, nuestra infancia. Ese prodigioso lamparín a kerosene que, bajo otras formas, estuvo en nuestra juventud, y lo estará hasta el final de nuestros días, envolviéndonos, acariciándonos, y hablándonos con su deslumbrante luz.
Recién ahora alcanzo a comprender por qué mi madre era todo esto y mucho más. Porque ella, como todas las grandes madres, tuvo mucho del sol, mucho del pan, mucho de la miel y un poco de Dios.

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